Diario de viaje: experiencia con una familia tailandesa

Lo mejor de un viaje siempre son las personas. Hoy os cuento una de mis experiencias con una familia en Tailandia, de esas que te llevas en el corazón.

Experiencia con una familia en Tailandia

Hay algo que siempre repito cuando la gente me pregunta por los viajes: lo mejor de un viaje siempre son las personas, ellas son las que quedan grabadas a fuego en tu corazón y de las que te acuerdas cuando piensas en un destino o en otro. Hoy os cuento una de mis experiencias con una familia en Tailandia.

Durante mi viaje por el sudeste asiático había días que parecían uno más. Me levantaba, empaquetaba todo lo que llevaba conmigo en mis alforjas y comenzaba a pedalear. Casi podría decirse que se había convertido en una rutina. Pero no me gusta llamarlo así, estamos acostumbrados a utilizar la palabra rutina con una connotación negativa: madrugar, preparar el desayuno, desayunar, ir en modo zombie al trabajo, hacer algo que no te gusta… Y, para mí, la rutina del viaje es algo fascinante, que me hace vibrar por dentro.

Una mañana cualquiera

Ese día me levanté, como todos, sin saber qué era lo que me iba a deparar el viaje. Recuerdo que había dormido en un hostal de carretera muy barato. Había descansado bien y tenía por delante unos 70 kilómetros antes de llegar a mi destino. Los primeros 40 fueron por carretera y bastante monótonos. Tenía ganas de cambiar y meterme por algún camino. Paré a comer algo en un puesto de comida callejera, donde tan solo tenían un plato para elegir en el menú. La mujer que regentaba el «restaurante» no hablaba nada de inglés. Me señaló los noodles que tenía al lado del fuego para prepararlos, le dije que sí. No sabía lo que iba a comer, pero estaba convencida de que me iban a gustar. Allí la comida está tan rica. Al final me sorprendió con unos noodles con verduras. Por cierto, no recuerdo si era el desayuno o la comida. A veces, según el sitio en el que parase y el menú que ofreciese, terminaba desayunando arroz o tallarines.

Cuando terminé abrí Maps.me, una aplicación que todo cicloviajero al que le guste la aventura debería tener. En el viaje siempre bromeaba con que la aplicación le tenía alergia a las carreteras, pues hacía todo lo que estaba en su mano por evitarla. Eso me encantaba, acababa perdiéndome por caminos preciosos con poca población por los que siempre tenía algo que descubrir. Hice caso a Maps.me y me desvié en una de las primeras bifurcaciones que salían de la carretera por la que había ido esa mañana.

Parece que va a llover

Me puse en marcha y, aunque la época de monzones y lluvias intensas ya había terminado, el cielo estaba encapotado. Al poco rato se puso a llover muchísimo. Una tormenta de esas que en dos segundos estás completamente empapada. Encontré una especie de toldo a pies de lo que parecía una casa y decidí refugiarme ahí, aunque se colaba algo de agua entre los agujeros que tenía ese toldo desgastado, ya no me estaba empapando. No tuve que estar mucho esperando a que parase un poco la tormenta, una mujer abrió la puerta y me invitó a entrar a la casa. Una vez dentro, me di cuenta que debía de ser una oficina de una empresa, pero me quedaré con la duda, no entendí nada de lo que había allí.

Cuando por fin paró de llover, me dispuse a continuar mi camino. Ahí fue cuando empezaron de verdad los problemas. El camino por el que había ido estaba bien, tampoco en perfectas condiciones pero aceptable. Al llover, se había embarrado todo y me costaba muchísimo avanzar: las ruedas se iban llenando de barro, mis piernas también… Hasta que llegó un momento en el que era imposible avanzar. Me bajé de la bici y empecé a empujarla, pero cuanto más me adentraba en ese bosque de palma, peor estaba el camino. 

Estuve alrededor de dos horas empujando la bici sin apenas avanzar. Mi esperanza era que pasase un coche y pedirle que me montase a mí y a Pegasus en el maletero pero nada, no pasaba ni uno. Hubo un momento que sorprendentemente el camino mejoró y pude pedalear de nuevo. Pero había perdido mucho tiempo, iba a ser muy complicado que llegase al destino planeado sin que anocheciese. Decidí pedalear un poco más y montar la tienda de campaña en alguna zona tranquila.

Cuando las cosas no salen como creías

Continué por ese camino y empecé a buscar un sitio para acampar. A los cinco minutos me encontré un coche y me paró, no hablaba nada inglés, pero me señalaba el camino y me decía no. Yo no sabía si hacerle caso, el camino que yo tenía que seguir estaba en esa dirección y darme la vuelta significaba volver a los caminos embarrados y no me apetecía nada.

Justo en mi mayor momento de indecisión apareció un chico joven en una moto, después me enteré que él y su hermana eran los únicos del poblado que hablaban inglés, y me tradujo lo que estaba diciendo: «es peligroso, se va a hace de noche y la carretera está a 20 kilómetros». Realmente no creo que fuese peligroso, pero ver a una chica sola, extranjera, viajando en bici a esas horas les pareció peligroso. Así que el chico joven me ofreció quedarme a dormir con él y con su hermana y acepté.

Primero fuimos a casa de su madre. Él me guió hasta el pueblo en su moto y yo le seguía detrás con mi pequeña Pegasus. Allí recogimos a su hermana y atravesamos el pueblo hasta llegar a su casa, que estaba al otro lado del pueblo. Un pueblo en el que apostaría que no viven más de 15 familias pero que, sin embargo, contaba con un colegio enorme.

Una vez en casa la hermana me cedió su habitación. Insistí mucho en que no fuese así, les ofrecí montar mi tienda de campaña en el jardín de su casa pero no lo contemplaron. Y así suele pasar cuando viajas en el sudeste asiático, si eres la invitada, te tratarán como una auténtica reina. Y ya está, no se puede discutir.

Covivir con una familia en Tailandia

La primera estancia de la casa era el salón, una habitación en la que tan solo había una pequeña televisión. Ni sofá, ni lámpara, ni mesa… Nada. La siguiente, la cocina: las paredes no estaban pintadas, no había mesa, ni encimera, tan solo dos fuegos antiguos y una ventana grande a través de la cual podías sacar el cuerpo y fregar los platos. Desde esa ventana también se veían las gallinas que, de vez en cuando, intentaban colarse dentro. Después venía la habitación de ella: un colchón finísimo sobre el suelo, con una pared llena de humedades y un pequeño armario, igual que la habitación de él. El baño no tenía agua caliente, ni retrete, un agujero en el que hacer tus necesidades y un cubo de agua al lado, porque cisterna, obviamente, tampoco había. Eso sí, tenían un jardín inmenso.

La habitación de ella. La habitación de ella.

Era una familia humilde, pero en todo momento se preocuparon de que no me faltara de nada. Cenamos y me preguntaron, antes de cocinar si me gustaba el picante. «Sí», les dije tímidamente, «Nunca le digas a un tailandés que te gusta el picante o acabarás llorando» me respondió el sonriendo. Y nos pusimos a cocinar. Arroz, pollo, un entrante de algo verde que no sé qué era. Lo cortamos todo en unas tablas de cuclillas en el suelo, comimos en ese mismo suelo. Y me supo a gloria. 

Charlamos, me preguntaron por mi vida, por qué estaba viajando sola, por qué había acabado en ese pueblo y me aseguraron que era la primera vez que una extranjera rondaba por allí. Ella tenía 24 años, era profesora en el colegio del pueblo. El tenía 26, trabajaba extrayendo aceite de palma. Me contó en las condiciones en las que trabajaban, cómo les había subido los impuestos el nuevo rey, cómo sus ingresos se habían reducido hasta quedarse en tan solo una tercera parte en los últimos años. Y esas historias me las contó en un momento que su hermana no estaba. «No se puede hablar mal del rey» me decía, «puedes morir». 

Al día siguiente

Cuando nos levantamos ella me ofreció ir al mercado. Allí me presentó a medio pueblo, me llevó a ver a parte de su familia para que me conociera y, a la vuelta, desayunamos las sobras del día anterior. Él se empeñó en que montase a Pegasus en la parte trasera de la furgoneta para que no me volviese a llenar de barro y me llevó hasta la carretera. Hoy en día sigo manteniendo el contacto con ellos.

Pegasus dentro de la furgoneta Pegasus dentro de la furgoneta.

Esa pequeña familia tailandesa no se imagina lo feliz que me hicieron ese día y el cariño que les guardo. Tengo su casa marcada con una estrella en mi mapa y, estoy segura, que si alguna vez vuelvo a Tailandia, me perderé en esos caminos de tierra para ir a visitarlos.

Si te ha gustado este post, seguro que te gustan también las charlas del Festival de Ciclosturismo en Casa, en las que diferentes cicloviajeros cuentan sus experiencias viajando en bicicleta, o consejos para viajar en bicicleta en tiempo de coronavirus o quizá quieres responder a la pregunta: ¿qué haces cuando viajas en bicicleta?

Quién soy

Laura en Tailandia

Hola, soy Laura, periodista y aventurera. Desde hace algún tiempo viajo en bicicleta y comparto consejos. Todo eso que me hubiese gustado saber antes de viajar.

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